La plenitud finisecular
Este singular madrileño falleció el 6 de noviembre de 1920, cuando estaba a punto de cumplir 77 años. Cuentan las crónicas que una muchedumbre impidió que el féretro de Arturo Soria fuera subido al coche para llevarlo a hombros desde su casa, en la Ciudad Lineal, hasta el Cementerio Civil, anejo al de La Almudena. Por algo sería.
Cien años después, lo que queda de él para el ciudadano común son una calle con su nombre, Arturo Soria, vestigio de uno de los más atrevidos, mastodónticos e inverosímiles proyectos urbanísticos de los tiempos modernos, y la borrosa impresión de que fue un emprendedor urbanista, no se sabe muy bien si genio o loco, que diseñó una ciudad articulada en torno a una gran vía, o sea, una ciudad lineal.
Si, como decía Heráclito, todo fluye, hay momentos en la Historia en los que parece que fluye mucho más. Podría decirse que, en los tiempos de plenitud de Arturo Soria, durante el tránsito del XIX al XX que los historiadores conocen como el fin de siècle, se vivió un pequeño Renacimiento, un tiempo de revolcón de los patrones anteriores, de renovación científica y técnica, de progreso, genialidad y atrevimiento. O quizá no tan pequeño, si se considera lo que se cocía por entonces.
Darwin y Pasteur, en la ciencia, o Schopenhauer y Marx, en el pensamiento, son anteriores, como el romanticismo o el utilitarismo de Stuart Mill. Sin ellos, y sin la máquina de vapor (que había inventado el escocés James Watt) y el desarrollo de la electricidad (domada por varios genios del siglo XIX) no se hubiera podido dar, pero se dio: Freud, intentando desvelar los secretos del inconsciente, y Einstein, mostrándonos que solo somos capaces de percibir la realidad espaciotemporal, pero que hay otras coordenadas, son dos ejemplos brillantes, pero, ¿saben ustedes qué contemporáneos suyos pululaban por entonces y qué ocurría en el mundo occidental? Fíjense: Picasso, los Lumière, Nietzsche, André Breton, Marconi, Tesla, Edison, Ramón y Cajal, Isaac Peral, Julio Verne, Chejov, Galdós, Rubén Darío, Jack London, Chesterton… ¿Sigo? Y con ellos, todos los trastos que vinieron a cambiarnos la vida, como el automóvil, los aeroplanos, el tren eléctrico o tranvía, el frigorífico y hasta el celofán, por poner algunos ejemplos.
En realidad, el fin de siècle es una etiqueta válida para todo occidente menos para nuestro país; aquí lo llamamos “crisis finisecular”. En agosto de 1898 culminó un largo proceso de decadencia política que llevó a España del podio de los imperios a la insignificancia. La guerra con los Estados Unidos fue el enfrentamiento desigual entre un imperio en su ocaso y el nacimiento de la que iba a ser la primera potencia mundial. La consecuencia no solo fue la pérdida de los últimos territorios de ultramar; lo gordo fue la herida profunda que dejó esa derrota en nuestra psique social, si me permiten el símil, herida sin cerrar del todo, de la que aún hoy supuran mórbidos humores, como la escasa autoestima, que en algunos casos llega a endofobia, el pesimismo político, la desconfianza en las instituciones que apareja una preocupante propensión a simpatizar con lideretes ingeniosos y deslenguados, el amor por el ladrillo y la cazuela antes que por la investigación y el desarrollo… Me atrevería incluso a decir que, en buena parte, de aquellos polvos vienen los movedizos lodos de nuestra política, las peculiares hechuras de nuestra derecha carpetovetónica y de nuestra quijotesca y supremacista izquierda, pero eso es harina de otro costal.
Una vida ejemplar
Sus años de juventud vienen marcados, por un lado, por su activismo político en las filas liberales de los más decididos partidarios de la instauración de un régimen plenamente democrático, y, por otro, por su inclinación profesional hacia las matemáticas y las ciencias físicas. En ambos derroteros pareció seguir los pasos de su maestro, Manuel Becerra, conocido por sus ideas progresistas y revolucionarias (había participado activamente en la revolución de 1848, conocida como la “Vicalvarada”, que pilotó O’Donnell; en el peculiar siglo XIX español, la mayoría de los abundantes golpes del ejército fueron de carácter progresista, contrarios al absolutismo) y que era profesor de la Escuela de Caminos cuando el joven Arturo Soria quiso graduarse allí. Según parece, un miembro del tribunal vetó al joven aspirante injustamente, y el maestro no tuvo reparos en retar a duelo al ínclito autor del agravio. En ese tiempo, quien más, quien menos, tiraba de guante con una facilidad pasmosa. Por poner un ejemplo, cuenta José Álvarez Junco en la biografía del político Lerroux que por aquellos mismos años ese joven político se había batido en seis duelos a muerte.
Sabemos que Arturo Soria participó activamente en una barricada de la cuesta de Santo Domingo en la Revolución de 1866 que acabó con el reinado de Isabel II. Este episodio dio paso al conocido como “Sexenio Democrático”, lo que le vino de perlas a los dos, al maestro, que llegó a ser ministro de Fomento, y al joven Arturo, que pasó de la Secretaría del Gobierno en Lérida a la de Puerto Rico, donde defendió la abolición definitiva de la esclavitud, lo que le enfrentó con los criollos; otro mito estúpido, el de que los criollos, como Bolívar o San Martín, eran progresistas libertadores y sus interlocutores de la metrópoli vulgares retrógrados.
Permítanme de nuevo otro pequeño paréntesis: el citado Sexenio nace con la bien intencionada voluntad de traer por fin la democracia plena a nuestro país, primero con la instauración de una monarquía parlamentaria, bajo el reinado de Amadeo de Saboya, y después con la Primera República, pero ha acabado pasando a la Historia como uno de los periodos más delirantes registrados hasta la fecha.
El caso es que Arturo Soria abandona el activismo político y se dedica a su vocación profesional. Fue director de la empresa Tranvías de Estaciones y Mercados (TEM) durante casi tres lustros en los que desarrolló un proyecto de construcción de dos líneas de tranvía subterráneo que comunicarían el centro de Madrid con las centrales de abastos situadas en los barrios periféricos en lo que se puede considerar el primer proyecto de construcción de un Metro del mundo, ya que había en Londres un antecedente, con una vía parcialmente enterrada, para el traslado de obreros desde los arrabales, pero era una línea más de cercanías que de Metro pues se trataba de un tren con locomotora de vapor.
Ni ese proyecto llegó a buen puerto, ni lo hizo el siguiente que tuvo ocasión de presentar al Primer Ministro, Cánovas, consistente en desarrollar en Madrid una red telefónica, aprovechando los avances aportados por Graham Bell, que hubiera sido puntera en el orden internacional.
Se suma a su bagaje como ingeniero algún que otro invento de menor calado, como el que llamó “teodolito”, un instrumento para calcular e imprimir los ángulos de las parcelas del catastro, o un dispositivo de aviso de situación de alarma por inundación motivada por la crecida de los ríos.
También se puede destacar su aportación como articulista en diversos periódicos donde mostró su ingente sabiduría al hablar de ciencia, política o religión con un refinado sentido crítico. Pero el lugar que le reservaba la historia, el urbanismo, estaba vinculado a su gran proyecto vital: la ciudad lineal.
La Ciudad Lineal
Analizada con la vista de pájaro que dan los cien años de distancia es difícil distinguir cuánto había de racionalismo y cuánto de utopismo en sus orígenes. Desde luego el proyecto es descomunal en dimensiones y en pretensiones. Con sus ahorros, los de los socios que se quisieron aventurar y la venta pública de acciones, puso en marcha la sociedad Compañía Madrileña de Urbanización (CMU) para llevar a cabo una primera fase que se construiría entre Hortaleza y Villaverde como parte de la soñada Ciudad Lineal que rodearía Madrid desde Fuencarral hasta Pozuelo de Alarcón. Mejor dicho, de la primera ciudad lineal, porque, en palabras de su autor, se podría ir uniendo ciudades hasta crear una “cuyos extremos fueran Cádiz y San Petersburgo”.
Todo se articulaba en paralelo a una gran vía, de 40 metros, que sería la médula espinal del proyecto, alojando la línea única de tranvía, así como las acometidas centrales de electrificación, conducción de aguas, etc. Las parcelas tendrían unos 100 m de frente y 200 de fondo, separadas por calles transversales de 20. Las parcelas serían de 400 metros cuadrados, de los que una quinta parte se destinaría a residencia y el resto a jardín-huerto. En primera línea estarían las viviendas más pudientes y los servicios públicos y sociales, como parques, zonas de ocio y comercio, bomberos, hospitales, iglesias, etc. Los talleres y pequeña industria tendrían su espacio en un segundo nivel y las explotaciones agropecuarias en el confín de las parcelas, lindantes con el campo. Impresionante, ¿no? ¿No les recuerda un poco a Un mundo feliz, de Aldous Huxley?
Pues ahí lo tienen ustedes: en 1896 se inician los trabajos de explanado sobre los terrenos adquiridos; en 1898 la CMU se hace cargo de la línea de tranvías Cuatro Caminos-Chamartín y se inicia la construcción de las líneas Ventas-Ciudad Lineal y Chamartín-Concepción. En 1906 existen 18 kilómetros de carril para tranvía y 1911 acaba con 680 viviendas edificadas.
Evidentemente se trataba de una sociedad mercantil, no filantrópica, pero no deja de ser hermoso conocer los fundamentos teóricos que cimentaban el proyecto. Su carácter interclasista, hasta el razonable punto de hacer viviendas de primer nivel, casoplones, los llaman ahora, villas de burgués y casas más humildes situadas en las parcelas de la segunda línea, pero el simple hecho de proponer que los obreros y los señores convivan no deja de tener su valor en unos tiempos en los que Lenin hacía de puente entre el sueño marxista y la pesadilla estalinista defendiendo la platónica idea de levantar una dictadura del proletariado consistente en pasar a cuchillo a los que llevaban pantalón con raya en medio; a partir de Brézhnev los miembros del politburó volvieron a usar dicha raya.
Otra idea avanzada a su tiempo fue la de “urbanizar el campo y ruralizar la ciudad”, apostando por un ecologismo incipiente de convivencia sana con la naturaleza. Durante los primeros años, en unos eventos que llamaron “La fiesta del árbol”, se plantaron miles de ejemplares; sus secuelas son el Pinar del Rey y todos esos gigantes majestuosos que actualmente adornan la avenida que lleva su nombre. Y la idea fundamental, el pilar crucial del proyecto, la inteligente intuición de que el transporte público eficaz y asequible iba a resultar determinante en la calidad de vida de los ciudadanos.
El proyecto se llevó a cabo en los cinco kilómetros que van de la avenida de San Luis hasta la avenida de Aragón, hoy calle de Alcalá, y ahí se quedó, primero por la crisis que trajo la Gran Guerra (aunque España no participó), que llevó a la CMU a dar quiebra, y luego porque entró en barrena irremediablemente con la Guerra Civil, pasando por los duros años veinte, cargados de pandemias y de bancarrotas, pese a los vanos intentos de reactivación por parte de sus hijos.
Acabó languideciendo tras la guerra; arrumbada como un gigantesco saurio moribundo en las afueras de la vigorosa urbe, la avenida era atravesada por una carreterita estrecha de dos carriles, de ida y vuelta, que discurría paralela al trazado de un tranvía anacrónico que imperaba en el anchurón cuajado de árboles enormes al que se asomaban villas descuidadas y solares mendicantes.
Sin embargo, como en los cuentos, tuvo un final feliz. No son ya esas parcelas regulares que en el plano parecen componer un fractal infinito. Las viviendas unifamiliares han dado paso a los bloques de 4 plantas; el tiempo y la especulación son como una tuneladora a la que no se le resiste ningún sueño de urbanista iluminado. La voracidad de una ciudad pujante y las nuevas normativas de comienzos de los sesenta acabaron con la Ciudad Lineal, pero cuando uno camina hoy por la calle de Arturo Soria tiene la sensación de que una especie de justicia divina ha venido a rescatar al soñador y que su alma vaga entre esos árboles majestuosos, y sus ideas sobrevuelan por esos espacios luminosos y disfrutables.
El centenario
No sé si el dicho de que nadie es profeta en su tierra es común a otros lugares o exclusivo de nuestro país, pero desde luego aquí se clava. Arturo Soria fue un tipo genial; junto con Ildefonso Cerdá, autor del Ensanche de Barcelona, está considerado como uno de los referentes del urbanismo español; ha influido en grandes arquitectos, como Le Corbusier; su proyecto estrella fue imitado en diversos lugares por el ancho mundo y sus fundamentos siguen haciendo pensar a los grandes arquitectos y urbanistas. Indudablemente, merece un reconocimiento institucional de primer nivel.
Se ha creado la Asociación Cultural Legado de Arturo Soria, a cuyo frente está Cristina Keller, tataranieta del homenajeado, con el fin de organizar y propiciar actos de conmemoración del centenario de este genio, inventor y visionario, y no hace mucho me comentó que habían solicitado al Ayuntamiento de Madrid que se pusieran tres placas en su honor en lugares emblemáticos que conservan el recuerdo de la Ciudad Lineal original. ¿Saben cuál fue la repuesta? Que solo había presupuesto para una. Una placa, ¿cuánto cuesta?