Siempre he pensado que los campeones, las personas que llegan a lograr el reconocimiento como los mejores o más destacados en su ámbito, lo son porque tienen algo que les distingue. En algunas ocasiones, las menos, son cuestiones innatas como la belleza o el carisma. Otras, las más, virtudes ejercitadas en la sombra, más allá de donde alcanzan la luz de los focos y el brillo del oropel. La constancia, el espíritu de sacrificio o la capacidad de entrega son denominadores comunes en quienes han conseguido alcanzar cotas que muchos de sus iguales ni tan siquiera sueñan.
Son personas especiales -lo sé porque he convivido con algunos de ellos-, aunque casi nunca se consideran a sí mismos como tal. Humildes por naturaleza, asumen la derrota y el sufrimiento como preámbulo inevitable de la gloria. Reconocen las fortalezas de sus competidores y las emplean a modo de estímulo para seguir creciendo y mejorando, huyendo de la humana tentación de denostar los méritos ajenos. Ayunan cuando todos se recrean alrededor de una mesa, duermen mientras otros se beben las calles a la luz de la luna y ponen al límite su cuerpo y su mente en un gimnasio al mismo tiempo que los demás disfrutan de placenteras siestas o cálidas aguas.
Tras las victorias, no se permiten instalarse en la plácida estancia de la autocomplacencia y arengan a quienes les rodean a ponerse cuanto antes en el camino que conduce a una nueva meta por conquistar. Saben que vivir es algo más que estar vivo y conocen la importancia de que exista un proyecto o una ilusión en el horizonte. Destierran la palabra utopía de su diccionario y se entregan con fe a la persecución de imposibles.
Por eso, no me sorprendió cuando -hace unos días- el recién reconocido con el Premio Princesa de Asturias del Deporte 2020, Carlos Sainz, invitaba desde Oviedo a los jóvenes del mundo a que la ilusión guiase sus decisiones y a hacer del esfuerzo, el sacrificio y la valentía los emblemas de su bandera.