El escritor y periodista Santiago Tarín publica ‘Los crímenes de los pasos perdidos’ (Alrevés), un libro en el que devuelve a la vida un puñado de las miles de historias que se han ido almacenando en el desván invisible de los pasos perdidos, el nombre popular que recibe el salón central del Palacio de Justicia de Barcelona: «Cuando el mal se hace humano, en la mirada se ve».
Por este salón, que el autor visitó por primera vez en 1981, cuando trabajaba como periodista para Radio Nacional y para el desaparecido diario ‘Ya’, han desfilado toda suerte de delincuentes, algunos empujados por la miseria y la desesperación, otros por la maldad.
Desde entonces, Tarín (Barcelona, 1959) fue guardando las notas de los casos que más llamaron su atención, no necesariamente por el número de víctimas, explica, sino por su singularidad: «Procuraba ir a juicios que se salían de la norma. No necesitas 50 cadáveres para una buena historia, necesitas una historia extraordinaria. Y un tío que va a 100 kilómetros en una recta, me pareció una historia muy especial», explica a Europa Press sobre un invidente que acabó acusado de estafa por conducir a toda velocidad.
Las anotaciones que tomó durante décadas en las salas de vistas le han servido como base para escribir los relatos que recoge en su último libro: «Tengo esa manía de la que siempre hacen bromas algunos compañeros, de mis carpetillas».
Entre ellas, Tarín almacenaba historias como la de Rafael Bueno Latorre, un fugitivo con un pasado sangriento en paradero desconocido desde hace más de 40 años; Mohamed, un pastor de cabras que acabó secuestrando un avión, o Juan Carlos Firpo, que se convirtió en un falsificador de cheques porque sus libros de poesía no le reportaban el dinero suficiente como para ganarse la vida.
También la de ‘El Mula’, una historia que le contó su padre, el periodista Manuel Tarín, al que rinde un homenaje en la portada y del que dice que nunca intentó convencerle para que eligiese su misma profesión, aunque le dio uno de los consejos más valiosos de su carrera: «El periodismo es un oficio de cinco minutos: tienes que llegar cinco minutos antes que los demás e irte cinco minutos después. Y en esos cinco minutos está la historia».
Tarín confiesa que acabó cubriendo sucesos y tribunales por casualidad, no por una cuestión vocacional, después de que se desencadenara un tiroteo mientras trabajaba en Radio Nacional y le enviaran a cubrirlo, aunque reconoce que continuó porque era rentable y que tuvo la suerte de tener como vecino al periodista Enrique Rubio: «Yo no me decanté, me decantaron».
LA MALDAD
Por el Palacio de Justicia Tarín ha visto pasar a sujetos aparentemente «anodinos», en los que confiesa que no habría reparado si se los hubiese cruzado por la calle, pero que habían cometido actos horribles, un hecho que le llevó a preguntar a abogados y psiquiatras forenses sobre la maldad, un concepto moral, para estos últimos, irrelevante, explica.
«He visto el mal muy cerquita. Te das cuenta de que el mal se ha hecho humano, ha tomado la forma de una persona y ha cometido unos actos horribles sin ningún problema, sin temor a las consecuencias y sin pensar en lo que estaba haciendo a otro ser humano al que a lo mejor ni conocía, por lo tanto para mí sí que existe el mal», reflexiona el escritor.
«Cuando el mal se hace humano, en la mirada se ve», sostiene Tarín, que asegura haberlo detectado en, al menos, tres personas, entre las que enumera a dos asesinos –uno de ellos una mujer– y a un estafador.
ATRACOS, QUINQUIS Y MOTINES
En ‘Los crímenes de los pasos perdidos’ Tarín también hace referencia a los numerosos atracos de los 80, protagonizados por ‘El Vaquilla’ o ‘El Lute’, un tipo de delincuencia que generaba una gran sensación de inseguridad y que ya ha desaparecido, como la de los quinquis, que amenazaban a las víctimas con jeringas que decían haber infectado con SIDA: «No sé si ahora aguantaríamos la violencia que había».
De esta época, el autor narra un episodio en el que, a sus 25 años, él y su compañero Rafa Manzano se cambiaron por dos funcionarios de La Modelo a los que los reos tenían retenidos mientras se gestaba un motín que finalmente se diluyó: «Tuvimos que meter una unidad móvil en el patio y tirar más de 100 metros de cable con un micrófono, que pasamos por la mirilla».
Tarín todavía recuerda el sonido de la puerta metálica cerrándose tras de sí, que lo dejó mudo durante la emisión, y el olor a desinfectante, a jabón y a hacinamiento, del que tardó varios días en desprenderse: «Yo decía que era el olor a la desesperación de la gente que estaba allí dentro».
LA EMPATÍA
El autor también toca otros muchos temas sociales, como los muertos sin nombre, las barracas –que aún existen en Barcelona–, o la inmigración y confiesa que, de todos los protagonistas que aparecen en el libro, hay uno por el que siente una especial empatía: Samuel Yaw, quemado vivo en El Raval: «Me hubiera encantado saber quién era».
También reflexiona sobre la miseria, que entiende como uno de los factores determinantes de un tipo de delito o de delincuente, en sus palabras: «La economía y la sociología es un factor determinante del delito», señala.
No obstante, al margen de las causas, Tarín cree que todo el mundo puede reinsertarse, salvo una minoría: «Hay gente que cae en el delito o que tiene un traspiés y eso no quiere decir que no sea posible que, después de un tiempo, de un castigo por lo que haya hecho, tenga la oportunidad de reorientar su vida».