Sentir los colores de la camiseta

Redacción

Sean del equipo que sean, lo que está claro es que las camisetas de fútbol son uno de los elementos más universales de nuestra época. Esta prenda de vestir gana por goleada (y nunca mejor dicho) a cualquier otra. Se trata de una prenda que es identificable en todos los rincones del planeta. No en vano, cuando en televisión aparecen imágenes de países tan alejados geográfica y culturalmente como Afganistán o Camerún, por poner dos ejemplos, nos sorprendemos al ver que muchos niños, jóvenes y adultos van uniformados con camisetas del Real Madrid o el Fútbol Club Barcelona.

Podremos estar a millas ideológicas, culturales o sociológicas, pero la camiseta de fútbol hermana a personas de todos los continentes trascendiendo el propio deporte, pues no hace falta ser un gran futbolista ni tampoco ser un forofo apasionado para llevarla puesta y sí ‘sentir cosas’; como mínimo, el hecho de formar parte de una familia mucho más grande. Una familia en la que no hay fronteras.

«El acto de llevar una camiseta de tu equipo favorito iguala a todos los que la llevan, sean de la nacionalidad o la clase social que sean»

La elástica conforma así un mundo de significados que se unen y extienden a lo largo y ancho del globo. De ahí el interés sociológico más allá del meramente deportivo. «La camiseta actúa como un símbolo que aglutina a todos aquellos que la llevan o que, sin llevarla, la sienten como propia, y los define como miembros de un mismo grupo», aseguran Albert Juncá, doctor en Psicología del Deporte por la Universidad de Barcelona (UB), y Eduard Inglés, doctor en Actividad Física, Educación Física y Deporte de esta misma universidad, en un episodio de ‘Sociología por todas partes’ (Editorial Dykinson, 2016) en el que abordan el prisma identitario que guarda esta prenda entre los habitantes de todo el mundo.

«Las personas que llevan una misma camiseta comparten unos hilos finísimos que las unen en forma de grupo diferenciado», prosiguen. «Así, viven momentos emocionales por una causa común, parecidos en el tiempo y en la forma». Esto es lo que el erudito politólogo Benedict Anderson denominó «comunidades de sentimiento». Sabes que si eres del Barcelona, por ejemplo, y vas a una ciudad tan lejana como Tokio, y te encuentras con alguien con una camiseta de algún jugador de este equipo, las barreras humanas y culturales que os separan se vuelven más finas. «El acto de llevar una camiseta de tu equipo favorito iguala a todos los que la llevan, independientemente de su nacionalidad o clase social. Ni ricos, ni pobres, ni de aquí, ni de allí, ni profesores, ni empresarios ni obreros de la construcción, simplemente del Barça».

Aficionados del Betis, con su camiseta. (EFE) 

Pero vayamos por partes. ¿Por qué elegimos ser de un equipo y no de otro? Más si tenemos en cuenta que hemos nacido y crecido en una ciudad en la que existen dos clubes de fútbol igual de buenos y competitivos, como puede ser el caso de Madrid (Real Madrid y Atlético de Madrid) o de Sevilla (Sevilla y Betis). Aquí intervienen muchos factores, pero, como sostienen Juncá e Inglés, una vez ‘aprendes’ a ser de un equipo, ya no lo vas a ‘desaprender’. Si ya desde ‘pequeñito’ eras del Madrid, mucho se tienen que torcer las cosas para acabar siendo del Barcelona con el paso de los años.

En ocasiones, la afición tiene raíces familiares, como ilustraba a la perfección el ‘colchonero’ Jorge Crespo Cano en esta bonita imagen que lanzó en el Día del Padre, aunque no siempre. Lo más seguro es que esa simple camiseta coloreada te transmita no solo los momentos triunfales de tu equipo, sino cada uno de los momentos que pasaste al lado de quien despertó la afición en ti, y que no son pocos precisamente: a lo largo del año y con la sucesión de jornadas, las estaciones se alternan en los estadios de fútbol o en los propios bares de barrio en los que creciste con tu padre, madre, tíos o primos acompañado de tus vecinos. Y es imposible desprenderse de ese sentimiento, por mucho que pasen los años. Aunque no te guste especialmente el fútbol, solo con visibilizar la camiseta en el armario aparecerán todos esos recuerdos, agolpándose en la memoria.

En el curso de una vida, todo es transitorio (el trabajo, el amor, la salud…), pero lo único que nunca cambia es el sentimiento por la elástica

Dejemos las emociones a un lado, vayamos a los datos para conocer de cerca hasta qué punto la afición al fútbol (y en particular, a las camisetas) está insertada en nuestra cultura. Según el CIS, el 67,4% de los españoles confiesa ser aficionado. Ensanchando el dato, esto quiere decir que casi tres cuartas partes de una población de 47 millones de personas siente ‘cosas’ cuando oye un himno o sale de casa con la camiseta de su equipo favorito, lo cual es muchísimo. «Ser de un equipo u otro, en la sociedad española actual, es uno de los muchos aspectos que conforman la identidad de la mayoría», comentan los doctores. A tal punto llega que «incluso el hecho de no ser de ningún equipo confiere un rasgo de identidad diferenciador a aquel sujeto que así se manifiesta».

Messi y el pequeño Ahmadi: una trágica historia

Pero no todas las historias alrededor de una camiseta son bonitas o acaban bien. Algunas veces la afición puede destrozarte la vida. Más allá de los conflictos violentos que pueden surgir, y de hecho surgen, entre distintas aficiones, los cuales cada cierto tiempo arrojan cifras de muertos y víctimas, sobresalen historias como la de Murtanza Ahmadi y que comienzan, precisamente, con algo tan simple como una camiseta, en este caso de Leo Messi. Ahmadi era un niño de tan solo cinco años de edad que vivía en Joguri, un pueblecito de Afganistán donde, al no disponer de los recursos necesarios, se fabricó su propia elástica a partir de una bolsa de plástico a la que dibujó los colores de la selección argentina y el nombre del astro del fútbol.

 

Murtanza Ahmadi, feliz a más no poder con su camiseta de Messi firmada. (EFE) 

Su padre subió fotos y vídeos de su hijo jugando con la rudimentaria camiseta a Facebook, lo que provocó que se hiciera viral y llegara hasta el mismísimo Messi quien, amablemente, le hizo llegar una equipación de la selección junto con otra del Barcelona firmadas. Los medios internacionales se hicieron eco de la noticia y el pequeño Murtanza se hizo famoso. En una entrevista dijo: «Quiero ir a ver a Messi, quiero conocerle». A finales de 2016, su sueño se haría realidad. Viajó hasta Qatar, donde el equipo culé jugaba un amistoso. El futbolista le apadrinó, estando con él desde antes del partido, acogiéndole en el vestuario y el túnel hacia el campo, posando con él en la foto de familia previa al partido e, incluso, durante los segundos antes de comenzar el evento.

«Los talibanes nos preguntaron que por qué nuestro hijo no tenía una foto con el Corán, pero sí con la camiseta de Messi»

Lo que no esperaba Messi era que no solo el fanatismo por el fútbol o el sueño de ver a su ídolo eran los motivos por los que Murtanza había llegado hasta él; también era porque de alguna forma, tal y como reconocen en diversos medios y reportajes que narran la historia, quería que lo llevara con él para salir de las duras condiciones de vida a las que estaba expuesta su familia en Afganistán, un país de conflicto permanente. Entonces, al llegar del partido con sus camisetas y su balón firmados, el pequeño sufrió la persecución de los talibanes en su pueblo natal, quienes pensaron que el futbolista le había dado una importante suma de dinero. La familia tuvo que huir a la capital del país vecino, Islamabad, en Pakistán.

«Escapamos a las ocho de la noche de Joguri, cuando los talibanes llegaron a nuestro hogar», contó su madre. «Estábamos muy asustados, ya que querían localizar a Murtaza. Nos preguntaron antes que por qué nuestro hijo no tenía una foto con el Corán, pero sí con la camiseta de Messi». «Estaba muy asustado, cada vez que iba a la escuela sentía que alguien me estaba persiguiendo», rememora por su parte el pequeño. Años más tarde, su padre se quejaba en los medios de la decepción que había supuesto que el futbolista argentino no hubiera hecho nada por su hijo más que entregarle sus equipaciones firmadas y un balón.

Unos colores para toda la vida

Son muchas las anécdotas, públicas y privadas, que pueden tener de protagonista una camiseta de fútbol. Más allá de esto, cabe resaltar que son un excelente escaparate de marcas y anunciantes. Antes que colgar un anuncio en la Gran Manzana, seguramente vean tu logotipo o marca más personas si la lleva en el pecho un futbolista de la Champions League. Pero esto antes no era así, fue en los años ocheenta cuando la camiseta se vio como un gran recurso publicitario, y en la década siguiente, la publicidad en el uniforme acabó convirtiéndose en la principal fuente de ingresos de los clubes.

Al margen de lo mucho que se aprovechan las grandes corporaciones de esta prenda, cabe volver a mencionar, para concluir, otra de las particularidades que antes ya comentábamos: una vez eres de un equipo, es muy difícil acabar siendo de otro, por mucho que cambien las cosas. Algo que no sucede con los futbolistas, que al cambiarse de camiseta (generalmente porque en otro club les pagan mejor) pueden llegar a ser muy odiados por la que antes era su afición. «La vinculación afectiva a un equipo presenta una característica específica, y es que mientras que aspectos básicos de la identidad, como las preferencias musicales, desempeñar algún oficio, ser pareja de alguien o vivir en un lugar determinado, pueden variar en el curso de nuestras vidas, ser seguidor de un equipo de fútbol es algo casi inmodificable», aseguran Juncá e Inglés.

«Y, además, es algo que no permite tener el corazón partido: los aficionados no conciben ser de dos equipos a la vez, o al menos no con la misma intensidad: un 43,7% no se siente atraído por una camiseta que no sea la de su equipo», concluyen. En el curso de una vida, todo es transitorio (el trabajo, el amor, el dinero, la salud…), pero lo único que nunca cambia es el sentimiento por la elástica.

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